Cada día entonces, todavía, es una ardua conquista, una trasgresión, una desobediencia debida a mí mismo, una porfía. La laboriosa tarea de desaprender lo aprendido, el desacato a aquel mandato primario y fatal, aquel dictamen según el cual se gana o se pierde, se ama o se es amado, se mata o se muere.
La vida, por lo tanto, no me ha endurecido. Ese sea, tal vez, mi mayor logro. Que me palpen de armas. Dejo a un lado, si es que alguna vez tuve o me queda, toda arma que sirva para volverse temible, para someter, para acumular, para ser poderoso, para triunfar en un mundo de mano armada en el que la felicidad se compra con tarjeta de crédito.
No quiero que la lucidez me cueste la alegría ni que la alegría suponga la negación o
No entiendo al mundo. Me parece, que ha caído en manos de un loco con carnet. Me siento ajeno a la debacle pero en medio de ella.
Mi vida es apenas un instante en el océano del tiempo y es como si quisiera que ese instante fuera sereno y hondo en medio de una ensordecedora discoteca, o de un holocausto definitivo siempre a punto de estallar. Me desazona la banalización de la vida, el pavoneo de la insensatez, el triunfo de la prepotencia y de la ostentación, la deshumanización salvaje de los poderosos, la aceptación y el elogio del "sálvese quien pueda", la práctica y la prédica del desamor y de la histeria.
Me descorazona la idiotez colectiva, la idealización de lo superfluo, el asesinato de la inocencia, el descuido suicida de lo poco que merecería nuestro mayor esmero, el desconocimiento o el olvido de nuestra propia condición.
Me conmovió, no hace mucho, que el cosmólogo Sagan en un artículo extenso, escrito como desde un punto perdido en el infinito del espacio, desde el cual el mundo se observa como una bolita cachuza, terminara diciendo "besen a sus hijos"...
Escuchemos a esos hombres, sigámoslos, leamos a los poetas; no permitamos que el misterio de la existencia deje de estremecernos cada día, porque es el costo más alto que podemos pagar por nuestra necedad y nuestra omnipotencia.
La vida de un árbol merece nuestra devoción y nuestro más grande regocijo. Al amparo gozoso de su sombra, acariciados por la tibieza de la luz del sol y arrumados por el sonido mágico e irrepetible de su follaje mecido por la mano invisible del viento, estaremos a salvo de la alienación y de la orfandad; siempre y cuando seamos capaces de apreciar esa gloria, mientras nos sea posible, y de reconocer en ella nuestra mayor riqueza.
Que la muerte no nos hiera en vida, que la ferocidad no nos pueda el alma, que nada troque nuestra dicha de estar despiertos, que una caricia nos atraviese como una flecha jubilosa y radiante... Besemos a los que amamos.
AMÉMONOS.
Oscar Martínez
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